Durante años juré que el olor a ajo era mi hogar. Me transportaba –como un hilo invisible y persistente– a las mañanas soleadas de aquellos diciembres del sesenta y tres, cuando aún era un niño y las vicisitudes de la vida se limitaban a los compromisos que dejaba el maestro Argemiro en la clase de matemáticas. Recuerdo estar sentado en la cocina de aquella casa grande de ventanas rosadas y pasillos angostos llenos de helechos, cuando se me aparecía, nítida, la imagen de mi abuela Alcira, machacando una cabeza entera de ajo para hacer el arroz. Durante años ese fue mi refugio, mi idea de hogar. No el hogar ruidoso, colmado de hermanos peleando por espacio y atención, sino otro: uno callado, ordenado, casi suspendido en una lentitud serena, donde cada objeto tenía su sitio y el tiempo parecía haberse detenido únicamente para ella –ella, siempre ella, la eterna– sentada en su mecedora, con el mortero de piedra negra entre las piernas, machacando ajo y mirando por esas grandes ventanas como si esperara algo que nunca llegaba.

La recuerdo paciente, resignada, estoica –y cuando digo estoica no lo digo a la ligera, lo digo en el sentido exacto con el que, años más tarde, al comenzar mis estudios de filosofía, comprendí el temple de quienes, como Marco Aurelio, escribían sus Meditaciones frente al abismo del mundo–. Así era ella: sin lamentos ni histerias, con una entereza de hierro dulce, con una serenidad que no buscaba consuelo, sino simplemente se dejaba estar, con sus vestidos por debajo de la rodilla y estampados de flores, su cabello cano recogido en un moño apacible, y esa manera de permanecer sentada mientras el arroz se inflaba con el vapor y los pimentones sudaban en el horno. Como si todo en ella también estuviera cociéndose lento, sin estridencias; como la música de fondo que no se oye, pero se siente.

Esa era mi paz. Eso y el silencio. Un silencio espeso, bueno, casi sagrado, que no se rompía con gritos ni con radios a todo volumen. Iba allí algunos fines de semana, no muchos, apenas los suficientes para que ese olor a ajo se me quedara adentro como una espina blanda, como una nota que perdura mucho después de que la música ha cesado. Era un lugar que me ofreció una forma de ternura que no supe que necesitaba.

No recuerdo cuándo fue la última vez que la visité. Uno siempre cree que va a volver, pero no: un día se acaba. Mi abuela comenzó a desconocer rostros, a confundir historias, a llamarnos por otros nombres. Y, luego, vendieron esa casa que yo amaba y en la que fui inmensamente feliz. Crecí, me volví un joven. Las salidas con mis amigos y los afanes de la adolescencia me alejaron cada vez más de Alcira. Comencé la universidad, me mudé de ciudad. Cuando regresé, ella ya no pudo reconocerme. Me preguntó mi nombre. Me habló de su esposo y de los niños que había dejado solos en casa. Me pidió ayuda para volver a ese hogar que, como yo, aún atesoraba, aunque ya no existiera.

Esa misma tarde regresé a Bogotá, la ciudad donde ahora vivía, con el vacío irremediable de saber que mi hogar yacía únicamente en mis recuerdos. Llamé al número de la antigua casa, como si la nostalgia pudiera marcar un camino de regreso, como si al otro lado pudiera oír su voz pronunciando mi nombre, llamándome “Abi” con ese tono suyo, entre canto y caricia.

Quince días después, mi abuela murió. Se llevó consigo una parte de lo que fui.

Hoy, después de dos años, cociné pimentones.

—Así como los hacía mi abuela Alcira, siempre con ajo, con mucho ajo —me digo, sintiendo que algo en mí aún conserva una fidelidad inquebrantable hacia esa imagen.

—Abuelo —responde una voz juvenil.

—¿Sí? —pregunto, extrañado por la palabra que resuena como una piedra en un estanque tranquilo— ¿Soy yo a quien llama “abuelo”? Apenas tengo treinta y tres años —pienso, o creo pensar, esa certeza empieza a tambalear.

—Tú sabes que Alcira no cocinaba con ajo —dice la joven, sin reproche, como quien enhebra una aguja en una tela desgarrada—. Tenía alergia.

El silencio me envuelve de nuevo, pero esta vez es otro. Ella posa su mano sobre mi hombro. La siento temblar apenas.

—Y tú nunca fuiste a su casa de niño.

Algo dentro de mí se hunde, se fragmenta, rueda por los callejones sombríos de esas calles desoladas que ahora constituyen mi memoria, como una moneda que cae en un pozo sin fondo. 

—No puede ser a mí a quien habla —me digo, y siento un temblor leve en las manos. 

Las observo como si no fueran mías, y luego –movido por una urgencia visceral– corro hacia la ventana más cercana. Busco mi reflejo en el vidrio. El rostro que aparece allí no es el mío, no el que creo tener. Está surcado por las marcas del tiempo, con ojos apagados, labios delgados, la piel quebradiza como papel viejo. Estoy viejo. Estoy, de algún modo, lejos.

La cocina permanece a mi espalda, con el pimentón a medio rellenar, ese mortero que no sé de dónde salió, ese aire espeso que no termina de disiparse. La joven me mira con la resignación de quien ha debido repetir muchas veces esta conversación, como si me reconstruyera con palabras cada día, como si sostuviera con hilos de voz el frágil edificio de lo que aún queda en mí.

—No puede ser —susurro, desconsolado. Todo me parece caótico y desconocido. Se desvanece bajo mis pies la estructura que me sostenía. Mi memoria es ahora una cinta rota que repite imágenes sin orden ni lógica, mientras experimento de nuevo la misma sensación que tuve cuando era niño, esa vez en que mi madre desapareció mientras yo miraba una vitrina de pasteles en un centro comercial: la certeza brutal de estar terriblemente solo y perdido en el mundo, el corazón aprisionado por una placa de concreto invisible que intenta liberarse dando saltos como un pez fuera del agua.

—No puede ser —repito, aferrándome a ese último hilo.

—Sí puede —dice ella con dulzura—. Y está bien.

Yo asiento. Como quien acepta una noticia que no comprende del todo. Pero dentro de mí, el olor a ajo sigue ahí. Vivo. Real. Lo siento. Me envuelve. Me lleva otra vez a esa cocina donde Alcira machaca, una y otra vez, sin hablar.

Fotografía tomada de Cotham Visual Arts.

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